La ley del menor esfuerzo: cómo aliarnos con nuestra naturaleza para vivir mejor

Jacques Kerguelén López

La naturaleza, en su infinita sabiduría, no desperdicia energía. Todo ser vivo busca el camino más sencillo para sobrevivir, moverse o adaptarse. Esta ley del menor esfuerzo no es una debilidad; es eficiencia pura.

Hace siglos, cuando se quería trazar un camino entre montañas durante la época colonial, no se hacían estudios topográficos ni cálculos complejos. Bastaba con soltar un burro. El animal, siguiendo su instinto, encontraba la ruta más llevadera, la que evitaba pendientes innecesarias y rodeaba los obstáculos más duros. Esa ruta, elegida sin conciencia por el burro, era muchas veces la más lógica y eficiente. Era, en esencia, ingeniería natural.

Hoy en día, seguimos ese mismo principio, aunque de formas más sofisticadas. ¿Por qué salir de casa a alquilar una película si, con solo presionar un botón, puedes ver lo que quieras en Netflix? ¿Por qué perderte manejando por calles desconocidas si Waze te lleva directo al destino? La comodidad no es solo un lujo, es una fuerza invisible que moldea nuestros hábitos diarios.

Y aquí es donde entra el poder de esta ley: si ya sabemos que siempre vamos a tender hacia lo fácil, ¿por qué no usar esa tendencia a nuestro favor?

James Clear, en Atomic Habits, lo plantea con claridad: si quieres adoptar un buen hábito, haz que sea lo más fácil posible. Quita los obstáculos, simplifica el entorno, y verás cómo tu cuerpo y tu mente empiezan a seguir ese nuevo camino. Por el contrario, si quieres dejar un hábito dañino, complica el proceso. Añade fricción. Haz que sea incómodo, lento, poco atractivo.

Los ejemplos abundan. En Colombia, una ley reciente obliga a que los alimentos procesados lleven etiquetas visibles: “Exceso de azúcares”, “Exceso de sodio”, “Exceso de grasas saturadas”. Esa advertencia, por más sencilla que parezca, introduce una pausa, una duda, una pequeña barrera psicológica entre tú y ese paquete de galletas. Lo mismo pasa al ver la cantidad de calorías junto al precio de una comida rápida: no te impide comprarla, pero te obliga a pensarlo dos veces. Es fricción en acción.

Esta lógica también puede escalar a lo colectivo. En Montería, por ejemplo, mi hermano —desde la alcaldía— ha promovido la creación de parques vecinales y una ciclovía dominical que atraviesa gran parte de la ciudad. ¿El resultado? Ahora hacer ejercicio en familia no requiere planificación, ni transporte, ni excusas. Basta con salir de casa. El deporte llega hasta tu puerta. Una decisión estructural redujo la fricción y, en consecuencia, facilitó un hábito saludable para miles de personas.

¿Y si aplicáramos esto también al mundo de la comida rápida? Mostrar calorías junto al precio, ofrecer porciones más pequeñas como opción predeterminada, o incluso hacer más visibles las alternativas saludables. Cada pequeño ajuste en el entorno puede tener un efecto grande en el comportamiento.

Porque al final, vivir bien no siempre se trata de fuerza de voluntad o heroísmo diario. A veces, se trata de ingeniería interna: ponerte trampas para lo malo y rampas para lo bueno. Como cuando escondes el control remoto para ver menos televisión o dejas el celular en otra habitación para poder concentrarte en el trabajo.

La clave está en reconocer que no siempre somos fuertes. Pero sí podemos ser astutos. Y si usamos la ley del menor esfuerzo de forma consciente, puede convertirse en una aliada poderosa para diseñar la vida que queremos vivir.

  


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