En los años 60 y 70, el Caribe colombiano vivía una auténtica fiebre de boxeo: en los barrios humildes, donde el hambre apretaba, muchos soñaban con noquear la miseria y ganarse la vida a punta de puños. El ring improvisado era, muchas veces, una esquina polvorienta o un patio cercado, sin guantes reglamentarios ni protectores …
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Carta abierta al Happy Lora

En los años 60 y 70, el Caribe colombiano vivía una auténtica fiebre de boxeo: en los barrios humildes, donde el hambre apretaba, muchos soñaban con noquear la miseria y ganarse la vida a punta de puños. El ring improvisado era, muchas veces, una esquina polvorienta o un patio cercado, sin guantes reglamentarios ni protectores relucientes, pero con un coraje que no cabía en las cuerdas. Allí, entre sudor y esperanza, se forjaron guerreros como Samuel Gómez, Cipriano “Barbulito” Zuluaga, Luis Tapias, Bernardino Rubio, Nicanor Camacho, Luis Zúñiga y Francisco “El Yata” Durando, gladiadores de corazón que aprendieron a esquivar la pobreza con la misma destreza que un gancho de izquierda.
De esa hornada de peleadores surgió “Happy” —Miguel Lora Escudero—, un joven extrovertido y chispeante, tan veloz que muchos le pronosticaban futuro con el balón en los pies y no en el cuadrilátero. Sin embargo, el destino lo encordó al deporte de las narices chatas, donde sus manos, ligeras como ráfagas y certeras como campanadas finales, acabarían escribiendo una de las páginas más brillantes del boxeo colombiano.
Happy: muchos niños de los 80 y 90 soñamos con ser Happy Lora. Nos envolvíamos las manos con trapos como si fueran guantes de campeón y, frente a espejos o paredes, imitábamos tu juego de cintura, esa danza felina con la que esquivabas golpes como si fueran brisas fugaces. Admirábamos tu cadencia, tus reflejos de relámpago, y te veíamos dueño del cuadrilátero como un Don Juan de las cuerdas. Crecimos viéndote no solo como un héroe de televisión, sino como un vecino entrañable: comiendo fritos en las esquinas, entrando a los billares del centro, saludando a todos con un choque de manos. Te encontrábamos en circos y ferias, en las ciudades de hierro que visitaban la Montería grande de entonces. Siempre cálido, siempre cercano, regalando fotos y abrazos a ancianos, jóvenes y niños, a todo aquel que quisiera estrechar la mano del hombre más famoso que ha pisado esta tierra.
Han pasado cuarenta años desde que nos diste la mayor explosión de alegría que Córdoba haya sentido jamás: aquel 9 de agosto de 1985, cuando te ceñiste el título mundial del peso gallo y te subiste al Olimpo de los dioses del deporte. Subiste, caíste, volviste a ponerte de pie. La vida te acorraló contra las cuerdas, pero nunca dejaste de ser “el Happy”: humilde, querendón, con esa chispa que encendía cualquier calle por donde pasaras. Los problemas llegaron, como llegan para todos, pero tú seguiste rodando —a pie o en carro— con la misma cheveridad que en tus noches de victoria. Hoy, abuelo, sigues siendo ese niño saltarín con sonrisa pícara, siempre listo para un velillo o un escondido. Tienes palabra para todo, cuentos que rozan la fantasía y que quizá ni tú creas del todo, pero que la gente escucha entre risas, gozándose el mito y la leyenda que caminan contigo, paso a paso, por las calles de tu Montería eterna.
Bendita sea aquella mañana en que, con la agilidad de un peso mosca esquivando un jab, te volaste la paredilla de tu casa para asomarte al patio de los hermanos López Castelar. Allí, en un gimnasio más remendado que un costal de sparring, con costales de arena por sacos y cuerdas hechas de sueños, se forjaban gladiadores a punta de sudor, hambre y esperanza. Bendita sea esa mañana en que Ivo, en vez de lanzarte un regaño, te soltó la invitación que cambiaría tu destino: —Hey, pelao, ¿te quieres poner los guantes? —. Al verte moverte, con cintura de campeón y reflejos que parecían coreografía de gallo fino, supo que estaba frente a un diamante del ring.
Ahí empezó tu pelea eterna con la vida, esa ráfaga de jabs y ganchos que te llevó a conquistar la faja dorada y sentarte en la mesa de los inmortales del boxeo. Hoy, Ivo te observa desde el más allá, frotándose las manos como entrenador satisfecho por su pupilo. Ese fue tu primer round, el origen del combate que te hizo leyenda. Lo demás fueron asaltos ganados con providencia, disciplina y corazón.
Tal vez hoy fueras pensionado en algún oficio del estado, llenando crucigramas como un ciudadano más… pero no, Happy, no. Los designios y caminos tuyos, ya estaban trazados: tu nombre seguirá sonando como campana de inicio en la memoria colectiva, y en dos siglos, cuando el mundo esté saturado de pantallas y algoritmos, aún habrá quien cuente tus peleas con voz emocionada. Porque no fuiste solo campeón, te tatuaste en el alma del pueblo con tinta indeleble, de esa que no se borra ni con el olvido ni con la última campanada.
Han pasado cuarenta años y aún la gente te para en los aeropuertos, plazas y centros comerciales a saludarte, tomarse una foto y subirla a las redes. Los medios te consultan, los políticos te quieren en sus campañas. En octubre de 2007, bajo el frío cortante del altiplano bogotano y en el marco solemne de la ceremonia del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, me acerqué a saludar a Álvaro Castaño Castillo, el legendario fundador de la emisora cultural HJCK. A su lado estaba su distinguida y encantadora esposa, Gloria Valencia de Castaño. Cuando supo que venía de Montería, el maestro de la radio, con una sonrisa cómplice, exclamó: “¡Eres de la tierra del Happy Lora!… Happy es un personaje fascinante: caricaturesco e histriónico, casi cósmico. Da gusto verlo, tanto dentro como fuera del ring”.
Happy: hace cuatro décadas eres el unicornio, el centauro, el fauno, el gallo Kelso de Córdoba. Nadie ha superado tu hazaña deportiva, nadie ha superado tu fama como estandarte en el alma del pueblo, nadie se ha compenetrado tanto en el espíritu colectivo de la sociedad cordobesa como un relámpago que no se apaga. Con la tempestad de tus puños elevaste el nombre de Montería y de nuestra cultura a cumbres donde el aire es escaso, pero la gloria es eterna.
Sonó la campana y, en lugar de alzar los puños, levantaste la historia sobre tu frente. Ni el Nobel de Gabo ni el oro mundial de Pambelé habían logrado lo que tú, gladiador de las narices chatas: sacar al Sombrero Vueltiao del sudor de los campos y hacerlo brillar bajo los reflectores del planeta. En cada asalto lo llevaste como si fuera tu cinturón, tu amuleto, pero al tiempo esa corona del sinuano, se convirtió en la prenda artesanal que representa a Colombia en cualquier evento del mundo. Tus golpes en la gesta de hace 40 años sembraron identidad, tu victoria nos hizo caminar más empinados. Eres memoria viva de la historia reciente de la nación, eres y serás leyenda del boxeo colombiano.
En un mañana, Happy, podrías cerrar los ojos y partir sereno, con la certeza de que tu linaje —hijos, nietos, bisnietos, tataranietos y toda sangre futura— llevará por siempre la frente en alto al decir: “somos de la estirpe del Happy Lora”. Los cordobeses y monterianos, herederos de tus glorias, jamás encontraremos palabras ni gestos suficientes para agradecer las alegrías que forjaste a punta de puños, esas que hicieron vibrar nuestras calles, encender nuestros corazones y grabar tu nombre en el bronce eterno de la historia
¡Gracias, campeón!
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