Por Orlando Benítez Quintero* Colombia vuelve a transitar un camino que creíamos superado: el de la violencia que no solo se vive en las calles, sino que ahora se exhibe en las redes sociales. Lo insólito ya no es únicamente el atentado, el asesinato, el terror, sino la frialdad con que los perpetradores difunden videos …
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¿Empatía con el horror?

Por Orlando Benítez Quintero*
Colombia vuelve a transitar un camino que creíamos superado: el de la violencia que no solo se vive en las calles, sino que ahora se exhibe en las redes sociales. Lo insólito ya no es únicamente el atentado, el asesinato, el terror, sino la frialdad con que los perpetradores difunden videos celebrando la muerte de colombianos, como si se tratara de un trofeo.
La tragedia se prolonga en la pantalla y corre el riesgo de convertirse en espectáculo digital: los medios registran porque es noticia, las audiencias consumen porque circula y las plataformas multiplican sin filtros. La violencia se vuelve contenido; la muerte, un clic.
Este fenómeno ya ha sido estudiado en otros contextos. Una investigación realizada en México, publicada en arXiv bajo el título “Narcotweets: Social Media in Wartime”, mostró que a medida que se difundían escenas sangrientas en Twitter (hoy X), disminuían las expresiones de tristeza o repudio, mientras crecían las de excitación y agresividad. Es decir: la gente dejaba de reaccionar con dolor y empezaba a interactuar con la violencia como si fuera un espectáculo morboso, compartiéndola y comentándola sin la empatía natural que debería provocar.
El académico Esteban Morales (2024), en New Media and Society, describe este proceso como un “vaciamiento del sentido” frente al daño cotidiano, donde la violencia deja de conmocionar. Es la desensibilización mediada digitalmente: el punto en que la sangre ya no hiere, solo entretiene.
Lo digo también desde la memoria de oficio. En mis años de reportero judicial, a comienzos de los 2000, me tocó cubrir una época donde contar muertos era el pan de cada día y la presión estaba en encontrar titulares que vendieran el periódico al día siguiente. Pero aun en medio de ese clima sangriento, no imaginábamos llegar a este punto: aquel en que la violencia no solo se sufre, sino que se produce y se difunde como parte de la lógica de la viralidad. Hoy, la sangre no se queda en la página roja; circula en tiempo real y aplaudida por los mismos victimarios.
A esto se suma otro hecho preocupante: lo que alguna vez pedimos —y escribimos— sobre la necesidad de desescalar el lenguaje en el país, de bajarle “dos rayitas” a la retórica política y mediática, terminó siendo solo palabras que se llevó el viento. Ni siquiera la tragedia diaria ha servido para moderar un discurso público que sigue inflamado, alimentando la polarización y la crispación.
Ahí tenemos otro dilema ético del periodismo. No se trata de silenciar lo que ocurre, sino de informar sin amplificar la estrategia criminal, de narrar sin legitimar, de contextualizar sin hacer eco del espectáculo. El reto está en devolver humanidad a las víctimas y recordar que detrás de cada imagen hay una vida rota. En tiempos en que la violencia se vuelve contenido, nuestra responsabilidad es clara: no permitir que lo anormal se instale como costumbre.
*Jefe de Programa de Comunicación – Unisinú
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