660 millones de dólares y un conflicto ambiental: tensión entre el derecho a la protesta y la libre empresa

Javier De La Hoz Rivero

𝕩 @javierdelahoz20

La reciente condena civil contra Greenpeace en Estados Unidos —más de 660 millones de dólares por su papel en las protestas contra el oleoducto Dakota Access— ha generado reacciones diversas. Para algunos, representa una victoria de la legalidad frente al activismo que traspasa límites; Para otros, un precedente preocupante para la libertad de expresión y el derecho a la protesta ambiental. Sin embargo, quizás el verdadero aprendizaje no está en elegir un bando, sino en entender el fondo del conflicto, esto es, cómo equilibrar el disenso con el respeto a la ley en sociedades democráticas.

El caso, resuelto por un jurado del condado de Morton, Dakota del Norte, se desarrolló en el marco de una demanda civil interpuesta por Energy Transfer, la empresa constructora del oleoducto. Se acusó a Greenpeace de difamación, conspiración civil y otras conductas que, según la empresa, generaron perjuicios económicos cuantificables durante las protestas en Standing Rock, entre 2016 y 2017. El jurado les dio la razón, Greenpeace ha anunciado que apelará, y el debate continúa.

Este tipo de disputas no son exclusivas de América del Norte, según un estudio del Observatorio de Conflictos Socioambientales de América Latina, liderado por la Universidad de Barcelona, Colombia es hoy el segundo país con más conflictos socioambientales del mundo, me hace pensar: ¿cómo resolver nuestras tensiones entre desarrollo, ambiente y derechos colectivos sin erosionar la legitimidad institucional?

Hablar de esto no es una reflexión abstracta, en lo personal, he representado a comunidades afectadas por operaciones extractivas de gran escala, donde el impacto sobre el ambiente y la salud pública fue reconocido por la corte constitucional del país, sin embargo, casi una década después de la sentencia, esa orden sigue sin cumplirse integralmente, ni por parte de la empresa ni por las autoridades estatales encargadas de hacerla efectiva. En ese escenario, la frustración de las comunidades es tangible, y es que cuando los canales institucionales no ofrecen respuesta, es natural que surja la presión social, y con ella, el riesgo de vías de hecho.

Pero también he acompañado a empresas serias, comprometidas con el cumplimiento normativo, que han sido blanco de estrategias litigiosas donde se usan todas las formas de presión —jurídica, mediática y política— para obtener beneficios que rebasan los límites legales o contractuales, en muchos de estos casos, aprovechando la dinámica de las redes sociales, se difunden versiones, cifras o afirmaciones sin sustento técnico ni evidencia científica, que afectan la reputación y viabilidad de proyectos que cuentan con licencias, permisos y supervisión institucional.

Un análisis publicado por el Harvard Environmental & Energy Law Program tras el fallo ha llamado la atención sobre un punto relevante; si bien la decisión del jurado no penaliza la protesta ambiental como tal, sí establece un precedente que amplía el margen de responsabilidad civil para las organizaciones que participan en campañas públicas. Harvard advierte que en contextos donde no existen leyes robustas para proteger la participación ciudadana —como ocurre en algunos estados de EE. UU.— este tipo de demandas puede generar un efecto disuasorio sobre la acción colectiva, al trasladar el debate social al terreno judicial bajo el argumento de interferencia económica o daño reputacional, esto no solo plantea un reto para la defensa del ambiente dentro de los marcos legales, sino también la necesidad de revisar cómo se ejerce la presión social desde la sociedad civil, especialmente en contextos polarizados, donde el uso estratégico de la información y la legitimidad del discurso público resultan determinantes.

No se trata de justificar la ilegalidad, ni de un lado ni del otro, sino de comprender las causas estructurales del conflicto y asumir con madurez que la defensa de derechos no puede desligarse del respeto a las reglas de juego, la protesta social no puede ser criminalizada, pero tampoco puede operar al margen del marco legal. De igual manera, los proyectos empresariales tienen derecho a avanzar si cumplen con la normatividad vigente, pero no pueden desconocer la oposición legítima ni subestimar el impacto de su huella social o ambiental.

La clave está en reforzar un marco institucional donde ambos actores —empresa y sociedad civil— puedan disentir, cuestionar e incluso enfrentarse, pero dentro del cauce de la ley. Tanto Greenpeace como Energy Transfer actuaron conforme a las reglas de juego: uno protestó; el otro demandó, y  fue la justicia la que decidió; ese respeto por las formas es lo que finalmente fortalece las democracias, incluso cuando los fallos no satisfacen a todos por igual.

En contextos tan complejos como los nuestros, el desarrollo económico no puede improvisarse ni sustentarse exclusivamente en licencias administrativas, es imprescindible que los proyectos se diseñen desde el inicio con una licencia social robusta, basada en diálogo temprano, transparencia, escucha activa y construcción de confianza, sin legitimidad social, la legalidad formal siempre será frágil y sin legalidad, no hay inversión sostenible posible.

El caso contra Greenpeace no solo interpela al activismo ambiental; interpela también a las empresas, al Estado y a los ciudadanos, muestra que los conflictos ambientales ya no se resuelven únicamente en la calle o en las audiencias públicas, sino también en los tribunales, bajo el escrutinio de la ley y la opinión pública global, el desafío es encontrar, dentro del marco democrático, fórmulas que permitan disentir sin destruir, exigir sin desinformar, y desarrollar sin excluir.

Porque si algo nos enseña este fallo, es que en los grandes temas del presente —como el ambiente, la energía y los derechos colectivos— no basta con tener la razón: hay que tener legitimidad, argumentos y estrategia dentro de los límites del Estado de derecho.

  


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