José Noe, Ana Librada y una decisión que ya no podemos ignorar; la CIJ habló claro sobre el cambio climático

Javier De La Hoz Rivero.
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José Noé y Ana Librada vivieron toda su vida en Saravena, Arauca, en este lugar levantaron una familia, sembraron y cultivaron sus alimentos, cuidaron animales y tejieron su vida, pero en los últimos años, esa vida  se quebró.

El río Bojabá comenzó a desbordarse con una frecuencia y fuerza inusuales, lo que antes era una crecida ocasional se convirtió en un patrón devastador, las lluvias se intensificaron, el agua se llevó su casa más de una vez, los cultivos se perdieron, y con ellos, también la esperanza de seguir construyendo su vida ahí,  cuando tomaron la decisión de irse, no lo hicieron huyendo del conflicto armado, sino de algo más silencioso pero igual de destructivo; el clima.

Su caso llegó a la Corte Constitucional, y en 2024, mediante la Sentencia T-123, el país reconoció por primera vez el desplazamiento forzado por causas ambientales, fue un fallo valiente, necesario y, sobre todo, realista, porque el cambio climático ya no es una amenaza del futuro, es una gravísima amenaza en el presente.

La historia de José Noé y Ana Librada podría repetirse en La Mojana, en el piedemonte llanero, en La Guajira o en los municipios costeros donde el nivel del mar comienza a tocar las puertas de los barrios más pobres, Por eso, lo que ocurrió este 23 de julio de 2025 en La Haya debe ser entendido en toda su dimensión.

Ese día, la Corte Internacional de Justicia (CIJ) emitió una Opinión Consultiva sin precedentes sobre las obligaciones de los Estados frente al cambio climático. La decisión fue contundente; el derecho internacional no es neutral frente a esta crisis, los Estados tienen obligaciones jurídicas concretas para proteger el sistema climático y los ecosistemas amenazados por las emisiones de gases de efecto invernadero, y  cuando incumplen esas obligaciones, ya sea por acción o por omisión, deben responder legalmente.

La Corte no se limitó a reafirmar principios generales, habló de deberes específicos; mitigar las emisiones con seriedad, adaptarse a los efectos ya en curso, cooperar de buena fe entre naciones, regular a los actores privados con debida diligencia, y reparar los daños causados cuando se pueda establecer el vínculo jurídico entre el incumplimiento y el daño.

No se trata de voluntarismo normativo, La CIJ fue clara en afirmar que la responsabilidad de los Estados por daño climático no es solo política ni simbólica, es jurídica. En sus propias palabras, “el incumplimiento de las obligaciones ambientales puede constituir una forma de responsabilidad internacional jurídicamente exigible”.

Y eso implica consecuencias; desde la obligación de cesar las acciones lesivas, hasta la garantía de no repetición y, si corresponde, la reparación integral.

En su análisis, la Corte también reiteró que estas obligaciones no se circunscriben a tratados ambientales, estas alcanzan el plano del derecho internacional consuetudinario, del derecho del mar, de los derechos humanos y de los principios fundamentales como la equidad intergeneracional, el principio de precaución  y la justicia climática, y  declaró, además, que estas son obligaciones erga omnes (frente a toda la comunidad internacional) y, en el caso de los tratados climáticos, también erga omnes entre los Estados firmantes, esta distinción es clave, significa que cualquier Estado, aunque no sea directamente afectado, tiene legitimidad jurídica para exigir el cumplimiento de estas obligaciones. El cambio climático no admite indiferencia, ni distancia diplomática.

Colombia no está ajena a esta discusión, de hecho, es uno de los países más vulnerables a los impactos climáticos, y al mismo tiempo, uno de los más diversos en términos ecosistémicos.

Nuestra geografía, cordilleras, selvas, costas, páramo, es a la vez fortaleza y fragilidad, las sequías prolongadas en La Guajira, las inundaciones recurrentes en el Caribe y en la región Andina, la pérdida de glaciares y la presión sobre las fuentes hídricas muestran que esta es una realidad cotidiana, y  como lo recordó la CIJ, no es suficiente con reconocer la amenaza, se requiere actuar con diligencia, evaluar con seriedad nuestras políticas públicas, fortalecer los sistemas de prevención, integrar los criterios de riesgo climático en el ordenamiento territorial y en la toma de decisiones de inversión, y revisar los marcos regulatorios para garantizar que estén a la altura de lo que impone el derecho internacional.

La Opinión Consultiva también plantea retos concretos para el sector empresarial, cada vez será más difícil alegar desconocimiento o buena fe cuando se omitan acciones básicas de diligencia climática. Las empresas que operan en sectores de alto impacto deberán fortalecer sus sistemas de gobernanza ambiental, implementar mecanismos reales de cumplimiento normativo y entender que la sostenibilidad ya no es un valor agregado, sino una expectativa jurídica legítima de los Estados, las comunidades y los mercados. Quien no se adapte a tiempo, no solo perderá competitividad, podría enfrentar responsabilidades legales que hace apenas unos años parecían improbables.

En el plano jurídico, este fallo representa una base sólida para el fortalecimiento del litigio climático, tanto a nivel nacional como internacional.

Abogados, jueces, defensores de derechos humanos, consultores de políticas públicas y asesores corporativos cuentan desde ahora con una herramienta clara para exigir cumplimiento, evaluar omisiones y estructurar mecanismos de reparación frente a los daños causados por la inacción climática. No se trata de abrir la puerta a un tsunami de demandas, sino de consolidar un nuevo estándar jurídico que obligue a actuar con mayor responsabilidad y visión de largo plazo.

Porque detrás de cada norma, de cada tratado y de cada pronunciamiento internacional, hay rostros como el de José Noé y Ana Librada, hay familias desplazadas por la lluvia, niños que ya no pueden beber agua limpia, comunidades enteras que ven cómo sus ríos se contaminan o se secan, y líderes ambientales que luchan sin garantías jurídicas claras, pero además empresas que tienen en riesgo multimillonarias inversiones.

La CIJ ha hablado. Ha dicho, con el peso de la legalidad y la legitimidad, que el cambio climático genera deberes exigibles y que los Estados ya no pueden escudarse en excusas ni en la complejidad del problema. La magnitud de la crisis no exonera, por el contrario,  obliga, obliga a actuar, a prevenir, a reparar y a cooperar.

No estamos frente a una recomendación técnica ni a un documento de consulta, estamos ante una declaración jurídica que redefine la forma en que el mundo entiende y enfrenta el cambio climático, es un instrumento que fortalece la justicia ambiental, empodera a las comunidades y obliga a todos los actores, públicos y privados a repensar su rol en la protección de la vida.

El cambio climático ya no es solo una tragedia anunciada. Es también, desde ahora, un escenario de responsabilidad legal, y Colombia, si actúa con visión, puede liderar la aplicación de este nuevo estándar jurídico en América Latina.

  


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