Por: Mario Sánchez Arteaga.
Pesadilla en las alturas

Una historia de ficción
Terminó de hacer el rosario con el denario que llevaba amarrado a su mano izquierda, cuando parte del techo del avión se rajó y comenzó a caerle agua en la cara y el pecho por los agujeros que se ocasionaron debido al rayo que embistió a la aeronave en un costado. Arturo se había ubicado en la cabina de pilotos, esperando algún mensaje de la torre de control que lograse aliviar la angustia que imperó por horas en el vuelo Bogotá – Frankfurt, Alemania.
Una de las azafatas, esbeltamente con caderas de potranca y rostro mestizo, lanzó una mirada coqueta picando el ojo, Arturo miró hacia atrás, dudando que el gesto era para él, la azafata estiró sus labios para delante señalando que en efecto era el escogido. Miró hacia el lado, apenado que su esposa presenciara el momento, pero ella se distraía con un espejo pequeño mirándose las cejas recién tatuadas.
La curiosidad mató al gato y Arturo con una sonrisa pueril se paró hacia el baño, ubicado justo al lado del cafetín, donde se hallaba sentada la azafata. Sin mediar palabras, ella le brindó un trago de Whiskey, a la roca, y picando nuevamente el ojo lo envió a su asiento.
Llevaban dos horas de vuelo, era un recorrido de 5.644 millas, el tiempo de duración oscilaba en 11 horas si no habría contratiempos. Luego de haberse repartido alimentos y bebidas a los viajeros, Arturo, acuciosamente, se dispuso a continuar leyendo “La Peste” de Albert Camus. El vaso de whiskey lo había dejado entonado, leyó unas 15 páginas, pero el ímpetu varonil y pensamientos luciferinos lo llevaron a pararse del puesto con la excusa de otro trago para acercarse a la coqueta azafata y propiciar un idílico diálogo.
Al hacer un pequeño paneo mientras caminaba el largo pasillo para volver al cafetín, se percató que todos los pasajeros dormían entre suspiros y sensatos ronquidos. Se acercó a la azafata, quien ya le tenía preparado otro trago bien cargado. Ella no pronunciaba palabra alguna, pero su mirada picarona desnudaba la sonrisa pueril de Arturo. Cargada con cierta frivolidad y sonrisa agridulce, le señala con los labios que regrese al asiento.
El avión atravesaba el océano Atlántico y comenzaron a sentirse fuertes turbulencias que de un solo tajo quitaron los efectos embriagantes producto de los vasos de whiskey. Arturo intenta despertar a su esposa y esta no reacciona. Ejerce movimientos bruscos sacudiendo los hombros de su pareja y ella persiste igual que todos los pasajeros poseídos en el mundo del Dios Griego Morfeo.
Manos en bocina, Arturo comienza a gritar llamando a la azafata, revisa silla por silla, asiento por asiento y todos duermen entre suspiros y sensatos ronquidos. Corrió al cafetín y encontró en igual situación de indefensión a la azafata junto a dos compañeras más. Arrancó de inmediato a la cabina para avisarle a los 3 pilotos que conducían el avión y la sorpresa fue aún más disímil al encontrarlos fulminados del sueño boquiabierto. ¡Todos dormían menos él!
Tomó las comunicaciones intentando intercambiar mensajes con la torre de control, los intentos fueron fallidos. Caminó a la mitad del pasillo y se pellizcó fuerte en ambos brazos para cerciorarse de la veracidad que estaba viviendo. Se acercó nuevamente a la azafata y emulando el efecto de la bella durmiente, le propina un romántico beso en los labios buscando reacción, pero fue como si hubiese besado a una pared. Zarandeó a varios hombres, le gritaba groserías al oído, pero ya esquizofrénico y frustrado en la colérica soledad, comprendió que estaba plena y absolutamente abandonado a la deriva.
El viaje pasó de ser el preámbulo de un célebre festejo a una fatalidad atónita inesperada. ¿Por qué todos dormían y no podían despertar? ¿Quién maniobraría el aterrizaje cuando llegaran al destino final en Frankfurt? La turbulencia continuó sacudiendo a la aeronave y Arturo se sentó en un costado del pasillo. Cerca uno de los pasajeros llevaba entre las piernas una guitarra. La agarró, la afinó y comenzó a cantar extenuadamente “Noche sin fin y mar” de Silvio Rodríguez, resignándose ante la inmensidad del universo.
La incertidumbre y la zozobra lo llevaron a sentarse al lado de su mujer, intuyendo que sería la última vez que estarían juntos. Inició una confesión cuaresmal, confiando que el sueño pasmado de esta garantizara el sigilo del detallado pecaminoso que había labrado en la unión marital durante los 15 años. Sacó de lo más fecundo de sus entrañas toda una montaña de secretos, errores y horrores en la clandestinidad. No obvió decirle en ese confesionario sobre nubes que, si la azafata no hubiera caído en la epidemia somnoliente del vuelo que misteriosamente cayeron todos menos él, se la habría tirado.
El avión con 110 pasajeros volaba sobre el oscuro cielo que, evadiendo tormentas, turbulencias y vientos implacables, estremeció a la tripulación sin que ellos sintieran absolutamente nada, menos Arturo, quien viajaba con su esposa para una segunda luna de miel con motivo del aniversario matrimonial.
Humanamente, no había forma de salvarse, no había comunicación con la torre de control, el avión estaba a punto de quedarse sin combustible, el rayo que lo tropezó ocasionó grietas en el techo, entrando agua de la opulenta tormenta y uno de los motores comenzaba a generar fuego. El avión perdió la estabilidad y se precipitaba en picada directo a la inmensidad del océano.
Después de haber intentado manipular el timón y sentirse plenamente solo a 40,000 pies de altura y una velocidad de 900 Km/h, viendo a todos los pasajeros y tripulación de la aerolínea en un sueño eterno; se sentó en un puesto auxiliar de la cabina, tomó el denario de su mano izquierda en honor a la virgen de Fátima y se puso a rezar, no para salvarse, sino, resignado a salvar su alma.
La pesadilla terminó cuando logró evidenciar que estaba bañado de orín y excremento de murciélago en el pecho y cabeza, se había quedado dormido en una larga siesta dominical en el sillón de la terraza mientras jugaba un partido de fútbol en la Play Station de su hijo. Afortunadamente, todo había sido un catastrófico sueño donde la única alternativa para salvarse era haber despertado cagado de los mamíferos anidados en el techo de palma. Lo único malo para Arturo, fue que mientras estuvo divagando en las nubes, el Barcelona le metió 11 goles al Real Madrid, donde él manipulaba el control. Atribuyó la pérdida del partido a que Zidane no dejó entrar a James, como cosa rara, lo puso a banquear.
Posdata: Ayer el cielo recibió a un intelectual, el profe Gabriel de Oro, prominente educador de las nuevas tecnologías que partió a la vida eterna. Fueron muchas generaciones (Colegio Nacional, Universidad de Córdoba y UPB) recibiendo la sapiencia que sin mezquindad les proporcionaba a los estudiantes. Paz en su alma y sentidas condolencias a la familia De Oro Páramo.
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