Mario Sánchez Arteaga
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Un matrimonio sin novio

Eneida caminaba envuelta en un silencio que le pesaba más que el del propio hogar en el que servía. La desdicha de no tener pretendientes le florecía en el pecho como una espina invisible, mientras observaba de soslayo a sus primas, que cada sábado por la tarde partían entre risas y perfumes rumbo a la alameda del río, invitadas por galanes de voces dulces y manos inquietas. Por las noches, cuando regresaban, entre cuchicheos cómplices y carcajadas, se contaban las caricias robadas, los besos temblorosos y las palabras tibias que los muchachos les dejaban colgando del alma. Eneida, en cambio, se miraba frente al espejo, despojada de ropas y de certezas, preguntándose con voz apenas sensible: ¿Por qué a mí nadie me enamora?
Ansiaba, más que nada, ser amada, o al menos cortejada por algún mozuelo atrevido que le devolviera a la piel el rubor de la ilusión. Mientras las otras descubrían los secretos del amor bajo la luna, ella se hundía en los quehaceres domésticos, hilando sueños rotos entre hilos y agujas en la casa de una tía que la había acogido para formarla en el noble arte de la modistería.
La excusa dominical de las primas era la Misa de las cinco de la tarde, pero Eneida no las acompañaba porque a sus 19 años no habría realizado la primera comunión. Su tía, toda una legionaria y rezandera de culto, mujer de rosario y novena, le negaba ir a la celebración eucarística hasta no recibir el sagrado sacramento. Fue entonces cuando por iniciativa propia comenzó a preparase en una catequesis semanal para en el menor tiempo posible poder asistir los domingos a la iglesia y aprovechar de paso con las parientes acercarse a la alameda del río, donde quizás, solo quizás, el amor la aguardaba en una esquina.
La madrugada del primer sábado de mayo llegó con un inadvertido y fugaz aguacero, queriendo presagiar un día de bienaventuranzas y sobrias emociones que enaltecían el ego femenino de la achantada Eneida. Se dio un baño con agua aromatizada de flores silvestres por toda la virginidad de su cuerpo desierto, se perfumó desde la punta de las uñas de los dedos del pie hasta la última hebra de cabello, haciéndose terreno fértil y deseado, buscando alborotar la virilidad de aquel macho que sería desde ese entonces el agricultor de los más fecundos sentimientos guardados como caja de pandora.
Se maquilló como diosa egipcia, exóticamente llamativa, tapando hasta el último poro de su rostro, borrando con polvo y color el rastro amargo de su historia. Se vistió completa de blanco con un traje de cola de 5 metros confeccionado del algodón más puro con encajes de terciopelo que parecían nubes domesticadas. Un velo sedoso le cubriría la cabeza, dejando entrever cuidadosamente la trenza de dos días que le bordeaba la cintura. Eneida se había dormido con el semblante encarnecido del desamor que le había acompañado hasta el momento, y se despertó enaltecida en la dicha de la mujer más enamorada del planeta de un hombre al que había dibujado a la perfección en las ociosidades de su mundo ensoñado.
Cuatro niños le escoltaban cargando la cola del atrayente vestido. Salió de la casa de su tía caminando las cinco cuadras que le separaban del templo católico. Los vecinos se asomaron a las terrazas y ventanales tropicales para ver a la novia. Ella, sonriente, con esplendor inaudito, saludaba levantando las manos cubiertas de guantes sedosos, viviendo ese placentero instante de luz y asombro, cuya protagonista era ella y le pertenecía a ella.
Era sábado por la tarde, y entre retazos de sol y ráfagas de viento tibio, el aire aún olía a tierra mojada, como si la llovizna matinal hubiera querido bendecir lo que estaba por suceder. Fue entonces cuando una camioneta de estacas, cargada de músicos de banda y un conjunto vallenato, descendió por las calles del pueblo levantando un vendaval de alegría. A ritmo de caja, acordeón y tambor, abrían paso a una novia recién casada. Pero no a cualquier novia: era Eneida, y su nombre corrió como pólvora entre los habitantes, que salieron de sus casas a acompañarla, levantando la cola de su vestido entre vítores y carcajadas, mientras por cada puerta donde pasaba llovían puñados de arroz como bendiciones.
Al llegar a su casa, la esperaban los abuelos con los ojos húmedos, ocho hermanos saltando de júbilo, seis tíos desbordados de asombro y trece primos que emergieron como cascada desde las diez habitaciones que componían el antiguo y generoso hogar. Antes que alguno preguntara qué era semejante festejo, la novia exclamó a todo pulmón: ¡Familia, me casé!
La parranda duró dos días continuos entre comilonas extravagantes y aguardientes que corrían como arroyos. Las mujeres brindaron con vino de corozo añejado de cinco años bajo tierra. Los acordes del acordeón se entrelazaban con los alaridos de las gaitas y el lamento dulce de los clarinetes, hilando una melodía ancestral que se filtraba por cada rincón de la casa. Eneida gozó la fiesta desmedidamente, duró los dos días sin quitarse el traje de novia y bailó con todos los hombres (viejos, mozos, niños, forasteros) que asistieron al agasajo dejando arrastrar la cola de cinco metros por la humedad del tapete terrestre y reprendiendo el perfume destilado de pies a cabeza por el agua encebollada que derivaba de sus sobacos.
La abuela, con su instinto de matrona y su cuerpo fatigado por los vaivenes del jolgorio, suspendió la fiesta. El cansancio y trasnocho cobraban factura a todos los mortales y mandó a recoger absolutamente todo. En medio del festejo impensado e inesperado, nadie se percató de preguntar por lo más obvio: el novio. Eneida jamás avisó que se iba a casar y nunca habló de pretendiente alguno, cuando, por el contrario, era de conocimiento público la soledad que cicatrizaba sus caminos. La misma abuela lanzó la pregunta mientras se recostaba en su mecedor, tejiendo la sospecha de que a esta historia le faltaba un párrafo largo. – Bueno… Y el afortunado que ya hace parte de la familia, ¿por qué no vino –?
De inmediato, con la perspicacia que caracterizaba a Eneida, enderezándose como estatua viva, lanzó una respuesta en tonalidad férrea y verosímil: —Se embriagó con el vino de la misa antes de venir. Se sintió mal. Es un hombre sobrio, ajeno a los bullicios y a las fiestas. Ya habrá tiempo para conocerlo —dijo, colocando un punto y aparte con la autoridad de quien escribe su propio destino.
Eneida no contrajo nupcias con nadie, aún carecía de pretendiente alguno y era huérfana del fogaje masculino que el candor de su juventud le había esquivado indirectamente. Aprovechó los ahorros que había acumulado como ayudante de modistería en el taller de la tía, compró las mejores telas importadas, confeccionó ella misma el vestido, mandó hacer un anillo de oro con el nombre de Fabricio, muy al estilo de protagonista de telenovela mexicana y contrató a los músicos para celebrar por todo lo alto una dignidad inverosímil que ella misma había construido y se había creído.
Había creado una historia y se la creyó, como quien se salva con un cuento, como quien baila su fiesta más hermosa con el alma por pareja y cree que será una eterna parranda.
La única ceremonia a la que Eneida asistió fue la de su primera comunión, y no por fervor espiritual, sino por necesidad: era el requisito impuesto por su tía para poder salir los domingos por la tarde y así codearse con el mundo que tanto le era esquivo. Por eso el novio jamás apareció. Nunca existió fuera de las páginas secretas de su imaginación. Fue un espectro tejido de anhelo, una figura soñada por una joven que, con el alma en carne viva, solo deseaba un sorbo de afecto genuino, ese que veía pasar de soslayo entre las risas ajenas.
Las fotos de la supuesta boda, por equivocación y aquellas inconsistencias y errores de los correos humanos, no llegó a la casa taller donde ella residía, terminaron su destino en la morada de la abuela, quien, al abrir los sobres, desnudó sin pudor la verdad sobre la mentira, constatando que aquel festejo inolvidable del matrimonio de su nieta, la más querida, la consentida, no fue más que una obra teatral al mejor estilo de Shakespeare, solo que la obra al cerrarse el telón careció de aplausos. La bomba del chisme estalló como pólvora en Vietnam y la novia sin novio fue sometida a la peor vergüenza del escarnio público.
—Sáqueme de aquí —rogó, con voz quebrada, al conductor del primer carro de cuatro puestos que salía para Barranquilla a las tres de la madrugada—. Le pago todos los asientos… pero sáqueme ya.
Eneida no tuvo otra opción que empacar maletas y buscar refugio en el exilio, se fugó sin despedirse, huyendo de las burlas a las que en pueblo pequeño se convierten en infierno grande. Se enterró para siempre en el olvido de los infortunados, labrando un destino incierto, dejando un retrato de la primera comunión como testimonio de su paso por el mundo, donde sonríe tímidamente con las manos unidas, un retrato inmóvil que aún reposa a blanco y negro en la mesa de centro de la casa de la abuela.
Lo que no olvidó fue empacar los dibujos perfectos en las ociosidades de su mundo ensoñado, donde nadie la criticaría y sería eternamente perfecta, fabricando fantasías a su medida, haciéndose terreno fértil y deseado para el agricultor de los más fecundos sentimientos que llevó guardados como caja de pandora.
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