por: Alex Ortega Han pasado veintiséis años desde que las balas apagaron la voz de Jaime Garzón y, sin embargo, su eco sigue incomodando a los poderosos. Garzón no fue únicamente un humorista, fue un periodista disfrazado de payaso, un abogado con espíritu rebelde y, sobre todo, un colombiano que entendió que la risa, usada
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El eco incómodo de Jaime Garzón, 26 años después Escrita

por: Alex Ortega
Han pasado veintiséis años desde que las balas apagaron la voz de Jaime Garzón y, sin embargo, su eco sigue incomodando a los poderosos. Garzón no fue únicamente un humorista, fue un periodista disfrazado de payaso, un abogado con espíritu rebelde y, sobre todo, un colombiano que entendió que la risa, usada con inteligencia, podía ser más peligrosa que cualquier discurso político.
Su humor jamás fue liviano ni superficial. Con personajes como Heriberto de la Calle o Godofredo Cínico Caspa logró desnudar las miserias de este país y mostrar, sin necesidad de adornos, lo que la gente ya sabía, pero prefería callar. Garzón no inventaba nada, simplemente decía en televisión lo que millones de colombianos pensaban en silencio. Por eso dolía, por eso incomodaba y por eso lo callaron.
El asesinato de Jaime Garzón fue mucho más que un crimen contra un hombre. Fue un atentado contra la palabra libre, contra el periodismo irreverente y contra la posibilidad de que el humor siguiera siendo un contrapeso real del poder. Lo mataron porque encontró demasiado pronto una fórmula letal en Colombia: inteligencia, humor y verdad, un cóctel que ningún corrupto está dispuesto a soportar.
Lo más doloroso es que veintiséis años después seguimos siendo el mismo país que él denunció con sarcasmo. La corrupción continúa enquistada en las instituciones, la política sigue oliendo a clientelismo y a favores, y los poderosos todavía tiemblan cuando alguien habla sin pedir permiso. El silencio que intentaron imponer con su muerte no funcionó. Garzón se convirtió en mito, en referente y en recordatorio permanente de que el humor crítico puede ser más eterno que la censura.
Su legado no está en los bustos de bronce ni en los homenajes oficiales. Está en cada joven que decide denunciar con ironía en redes sociales, en cada periodista que se niega a suavizar la realidad para no incomodar a los dueños del poder, en cada ciudadano que se atreve a reírse para no llorar. Garzón nos enseñó que la risa no es evasión, es resistencia.
Colombia, sin embargo, parece condenada a necesitar siempre un Garzón. Esa es la verdadera tragedia: que un cuarto de siglo después seguimos esperando que aparezca una voz con la misma valentía, el mismo filo y la misma capacidad de usar la sátira como espejo. Su ausencia pesa porque nos recuerda que en este país el pensamiento crítico se paga caro y que la censura no siempre se disfraza de silencio, a veces se disfraza de indiferencia.
Si hoy Jaime Garzón encendiera el televisor o revisara los periódicos, no tendría que inventar un chiste, porque la realidad ya es suficientemente grotesca. La diferencia es que en su época él se atrevió a decirlo en voz alta, con ironía punzante y sin miedo a incomodar. Nosotros, en cambio, hemos aprendido a convivir con la corrupción como si fuera parte natural de nuestra dieta diaria.
Veintiséis años después, Garzón no es solo memoria, es deuda. Deuda con la verdad, con la libertad de expresión y con la valentía de no callar frente a la injusticia. Recordarlo no debería ser un acto solemne de aniversario, sino un compromiso cotidiano de no normalizar lo que está mal y de seguir usando la risa como lo que realmente es: un arma peligrosa contra el abuso del poder. Garzón lo entendió mejor que nadie: en Colombia, si no nos reímos, nos toca llorar.
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