Por: Mario Sánchez Arteaga Con un vaso de aromática de toronjil hirviendo en su mano y un cigarro en la boca, Yaquelina se encontraba asomada por la ventanilla de la cocina entre una gruesa cortina de humo que salía de la hornilla para espantar la furia telúrica de zancudos. Miraba con sigilo, callada, con una
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No creo en brujas y espantos, pero de que los hay, los hay

Por: Mario Sánchez Arteaga
Con un vaso de aromática de toronjil hirviendo en su mano y un cigarro en la boca, Yaquelina se encontraba asomada por la ventanilla de la cocina entre una gruesa cortina de humo que salía de la hornilla para espantar la furia telúrica de zancudos. Miraba con sigilo, callada, con una concentración de felina en cacería. Tenía las orejas paradas con el radar prendido al acecho de verificar sus sospechas.
– Ven mañana a tomarte el café – le dijo en voz alta a una supuesta bruja que llevaba más de dos horas silbando insistentemente en los palos de tamarindo que se levantaban en el patio infinito de la casa. La noche tan solo iniciaba a pincelarse en tonos oscuros.
Margo, mi nana eterna, se había ido a pasar el fin de semana a donde su prima hermana Yaquelina, quien vivía en un lugar inhóspito, rodeado de espesa manigua pantanosa, custodiada por un río turbio y caudaloso. La casa era antigua, con pocos muebles, techo de zinc y en la parte de atrás un ranchón de palma que colindaba con la cocina. Solo vivían Yaque, como afectuosamente la llamaban, y su marido, Afanador, un agricultor y gran conocedor de secretos y conjuros. Solicitado por gentes de todas las latitudes que en el día se paseaban por el recinto para ser santiguados, recibir oraciones que supuestamente ayudaban a salir de ciertas dificultades, situaciones complejas y desamarrar maleficios. Era un hombre esotérico y su especialidad era cazar brujas o brujos.
Las primas se hallaban solas en ese momento, habían terminado de realizar los oficios domésticos y degustaban la aromática de toronjil en vasos de peltre. Yaque alternaba la bebida mientras fumaba descomunalmente, estaba fastidiada de una silbadera insistente en su propio patio que la tenía enzorrada.
—En esos robles y tamarindos que ves ahí, anidan brujas convertidas en lechuzas o cocineras. En el día son señoras de casa y en las noches vuelan haciendo sus fechorías — le dijo Yaquelina a Margo, con una serenidad y seguridad que no daba espacio para la duda.
Yaque se había acostumbrado a convivir en el mundo de la hechicería, ella no sabía nada y tampoco quiso aprender, pero al compartir la cama con su marido, supo sortear ciertas situaciones y no dejarse amedrentar.
Margo me contaba que en una ocasión encontró una garza amarrada a un árbol. Afanador descubrió que era una bruja que los venía espiando en figura de animal. Al darse cuenta, se le acercó y con tres palabras quedó hipnotizada. La soltaba por momentos para que los perros jugaran con ella y la dejaran sin una sola pluma, maltratada, tuerta y sin poder volar. A los pocos días aparecía alguna señorona del pueblo cojeando con moretones. —Esa era la garza que estuvo en casa— aseguraba Afanador.
Por las noches era normal que se abrieran las puertas y ventanas, se escucharan pasos en los techos y risas estrafalarias a manera de burla. Chiflidos estruendosos tratando de torpedear al viejo sabio de hechicería. Margo me invitó a pasar unas vacaciones y no tuve ni la más mínima intención de acompañarla. Cuando llegaba de su estancia en casa de su prima, me narraba a mí y a mis hermanas las historias más fantásticas y tenebrosas. Terminábamos durmiendo en una cama de 1.20 centímetros mis dos hermanas, Margo y yo. El miedo, cuando uno es pelao, es cosa seria.
—Crucen los dedos de las manos para que los muertos y espantos no se nos aparezcan – nos decía Margo con la plena convicción de que aquello no eran historietas legendarias, sino, la realidad cruda y plena.
Mi abuelo materno me relató, alguna vez, envuelto en el humo de los años, que una madrugada salió de una fiesta, cuando la noche aún susurraba sombras y el mundo se recogía en su aliento más oscuro. Mientras andaba, entre estallidos de silencio y neblinas espesas, comenzaron a colarse en su oído voces quebradas, risas estridentes como campanas descompuestas, que lo fueron enredando en un laberinto invisible. Caminó sin rumbo, como hechizado, hasta que el cansancio le bordó llagas en los pies y se dejó caer bajo el abrazo de un árbol. Al despertar, con la primera luz del día, descubrió que nunca se había alejado demasiado; había estado siempre a pocos pasos de la fiesta. Supo entonces que había sido juguete del embrujo de las Miranda, brujas seductoras y burlonas que encantaban a los desprevenidos con su risa de espinas.
Trabajando en una emisora, ubicada en una edificación de arquitectura antigua de estilo funcional y tradicional, claustro de religiosas que con el paso de los años se convirtió en una universidad, decían que a media noche salía un espanto por el tercer piso, donde según los más viejos, quedaban los dormitorios. Tomándome un tinto con uno de los celadores, me juraba por sus hijos que varias veces se había tropezado con la figura de una monja vestida de hábito blanco y velo oscuro. La primera vez se asustó tanto y salió corriendo. Lo contó a los directivos de la institución y nadie le creyó. Así se fue familiarizando tanto con la monja que le hacía, venías de respeto cuando la veía y hasta de compañía le servía en noches de sosiego.
Afanador era invocado como quien convoca al misterio, portador de secretos antiguos que cruzaban los umbrales de lo visible. Le pedían el secreto de los niños en cruz —ese soplo sagrado que traía visiones, revelaciones y saberes escondidos entre los pliegues del alma—. También le suplicaban el secreto del Don Juan, encantador nato, cuyo aliento seducía a cuanta mujer rozara su sombra. Querían de él el secreto de Tarzán, esa fuerza prodigiosa que volvía livianos los oficios más rudos. Y, con ojos desbordados de asombro, pedían el secreto de María Varilla: danzar el fandango como quien flota entre llamas, sin que la planta del pie toque jamás la tierra, en un embrujo que llamaban “levitación dancística”.
Margo me decía que en las noches le halaban el cabello mientras dormía cuando estaba en esa casa, le movían los pies y le quitaban las sábanas.
-Ven mañana a tomarte el café — le dijo Yaquelina nuevamente en voz alta a la supuesta bruja que llevaba más de dos horas silbando insistentemente en los palos de tamarindo antes de atrancar las puertas e irse a consolar el sueño.
El sabio y esotérico Afanador afirmaba haber visto a la llorona de cerca varias veces. Aseguraba que no era siempre la misma mujer, era un espíritu que tomaba posesión de mujeres sufridas, cuya liberación del dolor debía exorcizarse a través de llantos prolongados a la media noche.
Hace algunos años pregunté por él, me dijeron que murió postrado en cama, seco en los huesos, obrando sus heces por la boca, sufriendo de todos los males del cuerpo y condenado a una pobreza calcinante como mueren todos los brujos. Los últimos días fueron un calvario, anhelaba morirse, pero no se iba. Tuvo que entregar y pasar todos sus secretos a un sobrino y así poder morir en paz.
A la siguiente mañana, Yaque y Margo escucharon tocar la puerta de una manera sutil, dando señales de que era una mujer. En efecto, era una vecina de edad que había venido a pedir una tacita de azúcar prestada. Margo y Yaque pensaron al tiempo si sería la bruja que invitaron a tomar el café, pero esta no aceptó la bebida. Se sentó en un taburete a contar los últimos acontecimientos de las fiestas patronales mientras las anfitrionas colaban el café y al tiempo pensaban: —Esta no es.
Luego de 40 minutos hablar cháchara, la vecina, despidiéndose con la tacita de azúcar en la mano les dijo – Saben una cosa, me antojaron con el olor y les voy a aceptar el café.
En realidad, yo no creo en brujas, ni espantos, ni aparatos y nada de esas cosas, pero de que los hay, los hay, sino, pregúntenle a Margo.
Buen viento, ¡buena mar!
Posdata: felicitaciones a la Alcaldía de Montería y todo el equipo de la Secretaría de Cultura Municipal por la gran acogida y profesionalismo en la implementación del Portafolio de Cultura para una ciudad en crecimiento y riqueza cultural infinita. Una iniciativa histórica, que sin tanta bulla la sacaron del estadio, beneficiando al hacedor de arte de a pie, al gestor cultual que se quema las pestañas.
¡Aplausos de pie!
Ahora viene, convertirla en Política Pública.
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