Por: Mario Sánchez Arteaga Un pontificado sin precedentes La fría mañana del domingo 20 de abril de 2025, Jorge Mario Bergoglio, luego de atender con un fugaz saludo al vicepresidente de los Estados Unidos JD Vance, solicitó a su enfermero personal y de confianza Massimiliano Strappetti sacarlo para impartir desde el balcón central de la
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Bergoglio, más allá de la sencillez

Por: Mario Sánchez Arteaga
Un pontificado sin precedentes
La fría mañana del domingo 20 de abril de 2025, Jorge Mario Bergoglio, luego de atender con un fugaz saludo al vicepresidente de los Estados Unidos JD Vance, solicitó a su enfermero personal y de confianza Massimiliano Strappetti sacarlo para impartir desde el balcón central de la Basílica de San Pedro la bendición Urbi et Orbi al pueblo católico que se aglomeraba en la plaza principal de la ciudad del Vaticano. Frustrado de no poder presidir la misa de resurrección ese día, el máximo jerarca de la iglesia, hizo una petición más a Strappetti: recorrer la plaza en el papamóvil, saludar a los fieles y bendecir a algunos niños, mostrando su cercanía y afecto con la gente.
El estallido de felicidad de los miles de feligreses al ver al sumo pontífice fue apoteósico, teniendo en cuenta que no había participado de las ceremonias litúrgicas de la Semana Santa. Se le vio muy cansado y atenuado, con la dificultad de hablar y levantar los brazos para dar la bendición en forma de cruz. El Papa, sabía que estaba en sus últimos momentos de vida, recorriendo sus pasos de solemnidad, en ese suspiro de vitalidad, aunó toda su fuerza humana para despedirse del imborrable pontificado 266.
La mañana siguiente tampoco fue ajena al frío, Bergoglio se complicó desde las 5:30 de la madrugada, antes de entrar en coma y despedirse para siempre, expresó a manera de susurro a su enfermero “Gracias por todo. Acompañaste mi camino. Ahora déjame ir al Padre” y expiró, sin dolor y sufrimiento.
El pontificado de Francisco dejó una huella indeleble por su firme vocación hacia la misericordia, la justicia social y el diálogo abierto. Desde aquel histórico 2013 en que fue elegido, imprimió un nuevo rumbo pastoral, acercando a la Iglesia a los más vulnerables, abriendo sus puertas al diálogo interreligioso y levantando la voz en defensa del planeta. Su estilo cercano, humilde y profundamente humano transformó la imagen del papado, empujando reformas internas, enfrentando con valentía los escándalos de abuso y apostando por una Iglesia menos rígida, más compasiva. Documentos como Laudato Si’ y su insistencia en una “Iglesia en salida” condensan su legado: un cristianismo comprometido con el dolor del mundo y esperanzado en la acción.
Jorge Mario Bergoglio, hijo del tango y del mate, porteño de alma y corazón futbolero, nació al mundo entre adoquines de Buenos Aires, pero fue en la espiritualidad profunda de la “Compañía de Jesús” donde forjó su vocación. Los jesuitas, esa orden nacida en 1540 con fuego en el alma y misión en el andar, le inculcaron la pasión por la educación, la lucha por la justicia social, el discernimiento paciente y la obediencia silenciosa. Bajo los votos de pobreza, castidad y obediencia, caminó siempre al lado de los últimos, haciendo de su sacerdocio un refugio para los marginados, hasta que la historia lo llevó a vestir la blanca sotana del pescador de hombres y tener en sus manos las llaves del apóstol Pedro.
Ya como Papa Francisco, emprendió 47 viajes que dibujaron un mapa de compasión sobre la geografía del mundo. Tocó tierra en 66 países, llevando palabras de paz a rincones nunca antes visitados por un pontífice, desde las arenas de Emiratos Árabes hasta las estepas de Mongolia, desde la herida abierta de Irak hasta los corazones lacerados de Sudán del Sur. Su mirada siempre apuntó hacia las periferias, donde la vida es más compleja. En América Latina, su tierra hermana, bendijo pueblos y rostros en Colombia, México, Brasil, Perú, Ecuador, Cuba, Venezuela, Chile y Estados Unidos, abrazando con ternura a un continente que lo sentía suyo.
Y, sin embargo, nunca regresó a su Buenos Aires natal. Ni al barrio de Flores ni a la mesa del café de la esquina. Las tensiones políticas, las grietas sociales y el temor a la instrumentalización de su figura lo alejaron de su raíz más profunda. El hombre que había viajado el mundo entero, no volvió a caminar las calles donde empezó a soñar. Dicen los que lo conocieron de cerca, que esa ausencia la llevó siempre en el alma como una espina mansa, clavada con amor y nostalgia.
Como diría un habitante de calle en la costa caribe de Colombia – Y ahora quién sabe cuándo volvamos a tener un Papa Latinoamericano –
Francisco quiso partir como vivió: con la sencillez del Evangelio en los labios y el corazón tendido al pueblo. Ordenó que su despedida no vistiera ropajes de oro ni ceremonias recargadas, sino que fuera un acto íntimo de fe, una oración compartida entre hermanos. Así se apagó su presencia terrenal, envuelto en un ataúd de ciprés desnudo, sin sellos ni doble fondo, sin los símbolos de poder que otros llevaron consigo. La misa fue serena, casi susurrada, guiada no por su sucesor, sino por un cardenal cercano, como si también allí quisiera desviar los focos y centrar la mirada en lo esencial.
Su cuerpo, expuesto solo tres días ante la ternura de los fieles, descansó finalmente en la nave izquierda de la Basílica de Santa María la Mayor, junto al altar de la Virgen que tantas veces visitó en silencio. No quiso el centro, no quiso el mármol de los grandes, sino un rincón donde el pueblo pueda llorarlo, rezarlo y recordarlo sin filtros ni distancias. Ese rincón, sin duda, será faro de peregrinación y memoria.
Fiel al espíritu jesuita que marcó cada paso de su vida, renunció también al salario pontificio de más de 300.000 euros al año. No lo quiso para sí, ni para comodidades ocultas. Lo repartió entre los que nada tienen: cárceles, comedores, proyectos silenciosos que no hacen ruido, pero cambian destinos. Aún en su última etapa, antes de su último aliento, dejó sembrada una última obra: 200.000 euros para levantar una fábrica de pasta entre muros de concreto, porque allí también florece la dignidad. Así vivió y así se fue: con las manos vacías y el alma llena.
Su vida, guiada por los principios de humildad y servicio, lo llevó a abrazar un estilo de existencia austero, donde la ayuda humanitaria se convirtió en la verdadera esencia de su misión. Su papado, sin duda, fue un giro radical en la historia de la Iglesia, un periodo de doce años de reformas que transformaron a la institución en una casa más inclusiva, accesible y ecuménica, alejada de los protocolos y las estructuras patriarcales. Bergoglio, sin miedo a reconocer los errores del pasado, siempre priorizó el mensaje del Evangelio sobre las imposiciones humanas, invitando a sus fieles a no perseguir la perfección, sino la felicidad imperfecta, la misma que define a nuestra Iglesia Católica: santa y pecadora, el hospital de almas más grande de la Tierra.
Qué le faltaron muchas cosas por hacer, por supuesto. Cambiar una institución de más de dos mil años no se hace en una década, pero seguramente la semilla de Bergoglio dará sus frutos con el paso del tiempo. Con la sotana era Francisco, sin ella era Bergoglio, un humano más que comía pizza y helados, reía, se enfadaba, lloraba y se equivocaba, porque como el mismo lo dijo tantas veces “No hay santo sin pasado, ni cristiano sin pecado”.
¡Gracias Francisco, gracias Bergoglio!
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