Por: Orlando Benítez Quintero.
Lo que más inquieta de Adolescencia es su capacidad para descolocarnos, de estremecernos. Nos hace cuestionarnos sobre cosas que no vemos o no queremos ver: ¿Hasta qué punto las redes sociales están educando más a nuestros hijos que nosotros mismos? ¿Cómo sabemos si el niño “tranquilo y juicioso” de la casa está bien de verdad o simplemente está sobreviviendo en un entorno hostil? Como padre, la serie me hace dudar si realmente estoy entendiendo los códigos en los que se mueven los jóvenes de hoy o si, como muchos adultos, sigo confiando en que la crianza tradicional es suficiente para prepararlos para este mundo hiperconectado.
Las referencias de expertos en torno a la serie refuerzan los temores. La psicóloga infantil Sarah Kendrick, dijo en el diario británico The Guardian, que la violencia en la adolescencia no aparece de la nada: “Siempre hay señales, pero a veces los adultos no sabemos interpretarlas”. Y el periodista Javier Ocaña, en diario El País de España, resalta que la serie es un reflejo de “una generación criada entre pantallas, donde la brutalidad puede normalizarse con solo deslizar un dedo”.
Trato de no hacer espóiler, pero siento que debía argumentarles las razones por las cuales recomiendo la serie. Adolescencia es fuerte con lo que deja entrever, sin necesidad de llenar la pantalla de sangre. Es de esas producciones que deberían verse en familia, en colegios, en universidades. Porque si bien no da respuestas definitivas, sí deja sobre la mesa un dilema: ¿realmente no podemos criar a los niños de hoy con las reglas de ayer, o más bien necesitamos entender mejor la realidad digital en la que están creciendo? Ahí está el reto, uno que cada familia y cada educador deberá enfrentar a su manera.
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