La pobreza no es el problema: el cáncer social es el resentimiento

Por: Raúl Antonio Aldana Otero
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En un país donde muchos usan la palabra pobre como excusa para justificar el fracaso, conviene decir las cosas como son: la pobreza no condena a nadie; lo que sí ata a la mediocridad es el resentimiento. La historia está llena de hombres y mujeres que, sin un peso en el bolsillo, se educaron, trabajaron duro y lograron prosperar.

El resentido, en cambio, vive atrapado en una cárcel mental. No estudia, no se esfuerza, no arriesga… pero exige los frutos del trabajo ajeno. Y cuando ve que otros progresan, en lugar de inspirarse, se llena de odio y busca destruir. Prefiere ver todo reducido a ruinas con tal de que nadie esté por encima de él.

Este tipo de mentalidad no solo frena a quien la padece; contamina a su entorno, alimenta discursos de división y convierte cualquier éxito en motivo de ataque. Es el perfecto combustible de líderes populistas que viven de explotar la rabia y la envidia, prometiendo “igualdad” a costa de hundir a todos en el mismo nivel de miseria.

La pobreza se combate con educación, esfuerzo y oportunidades. El resentimiento, en cambio, solo se cura con madurez y autocrítica, virtudes cada vez más escasas. Mientras no entendamos que destruir al que prospera no hará que el resto avance, seguiremos en un ciclo de estancamiento y frustración colectiva.

Como sociedad, necesitamos un cambio profundo de mentalidad. Hay que dejar de ver el éxito ajeno como una amenaza y empezar a verlo como inspiración. Reconocer que el verdadero enemigo no es el que prospera, sino el que odia y sabotea. Entender que la pobreza se combate con herramientas tangibles —educación, trabajo, disciplina, oportunidades reales—, mientras que el resentimiento exige una transformación interna: madurez, autocrítica y la humildad de aceptar que la responsabilidad de nuestra vida está, en gran medida, en nuestras propias manos.

Porque el verdadero enemigo del progreso no es la falta de dinero, sino la abundancia de odios . Al final, la pobreza se supera; el resentimiento se hereda. Y mientras no erradiquemos ese virus mental, de nada servirá aumentar salarios o dar subsidios: seguiremos siendo un país donde el éxito es pecado y la envidia, un derecho adquirido.

  


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