Javier De La Hoz Rivero.
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La reina, un fraude piramidal y 200 mil toneladas de basura

La semana anterior, un tribunal en Suecia dictó una sentencia que no puede pasar desapercibida para quienes trabajamos en sostenibilidad, cumplimiento corporativo o litigio ambiental. Una empresaria del sector reciclaje fue condenada a seis años de prisión, sancionada con inhabilidad comercial por una década y obligada, junto a su equipo directivo a asumir una multa superior a los 24 millones de dólares, no se trató de una simple falla administrativa: fue la constatación judicial de que una estructura empresarial se había construido alrededor del incumplimiento sistemático de la legislación ambiental, en pocas palabras una estructura criminal sofisticada.
La protagonista del caso es Fariba Vancor, conocida públicamente como Bella Nilsson, quien durante años fue considerada un ícono de la economía circular en Suecia, su empresa, NMT Think Pink, operó con una narrativa cuidadosamente elaborada de compromiso ambiental, participaba en eventos, tenía contratos con entidades públicas y exhibía una imagen institucional sólida. Pero bajo esa apariencia de innovación y responsabilidad, se ocultaba un sistema financiero y operativo basado en el incumplimiento.
El modelo de negocio era simple; cobrar por recibir residuos sin incurrir en los costos reales de gestionarlos conforme a la ley. A lo largo de los años, NMT Think Pink acumuló más de 200.000 toneladas de desechos; muchos de ellos peligrosos como plomo, mercurio, arsénico y bifenilos policlorados (PCB), en por lo menos 19 puntos distintos del país, sin trazabilidad, sin disposición adecuada y sin alertar a las autoridades ambientales.
A medida que el volumen de residuos crecía, también lo hacía el riesgo, la rentabilidad era ficticia, sostenida sobre el no cumplimiento, cuando los sitios de almacenamiento colapsaron, las denuncias ciudadanas y los hallazgos regulatorios dieron paso a una investigación penal de gran envergadura. La corte sueca no dudó en calificar el esquema como una “pirámide ambiental”: un modelo de negocio que, mientras más crecía, más cerca estaba de su propio colapso.
La sentencia se sustenta en más de 600 páginas de pruebas, peritajes técnicos, testimonios e inspecciones de campo. Y aunque el caso se presenta con nombre propio, lo relevante es que marca un precedente para la forma en que los tribunales abordan la sostenibilidad como obligación legal y no como narrativa de marca.
Esto cambia el juego, por años, muchos discursos corporativos se escudaron en promesas ambientales sin verificar si estaban respaldadas por la operación real, hoy, con este tipo de decisiones judiciales, la coherencia deja de ser un valor reputacional deseable y se convierte en un estándar jurídico exigible.
En América Latina, esta sentencia debería encender alarmas, la distancia entre lo que algunas empresas comunican en sus informes de sostenibilidad y lo que ejecutan realmente en campo sigue siendo significativa. No por falta de normativa, que en países como Colombia, México o Brasil ya existe, sino por debilidades estructurales en su implementación, fiscalización y, especialmente, en la trazabilidad de los compromisos corporativos.
Este caso también alerta sobre otro aspecto crítico: la forma ligera e irresponsable como en múltiples ocasiones se usan los términos ambientales en el lenguaje empresarial. Palabras como “eco”, “verde”, “limpio” o “carbono neutral” han sido utilizadas indiscriminadamente, muchas veces sin sustento técnico verificable. Lo que en su momento pudo parecer una estrategia publicitaria aceptable, hoy puede ser considerado publicidad engañosa ambiental, con consecuencias penales y civiles.
Las implicaciones van más allá de la imagen o las sanciones económicas. Cuando se descubre que una empresa ha usado la sostenibilidad como fachada, el impacto trasciende el caso individual, se afecta la credibilidad de todo el sector, se debilita la confianza ciudadana en las instituciones y se obstaculiza el avance de políticas ambientales serias.
Esto no significa que las empresas deban dejar de comunicar sus esfuerzos, significa que deben hacerlo con rigor, evidencia y responsabilidad. El cumplimiento ambiental ya no es un diferencial: es un deber de debida diligencia, y el greenwashing, ese intento de parecer responsable sin serlo ha dejado de ser un problema de imagen para convertirse en un riesgo legal estructural.
Este caso también plantea una pregunta de fondo para nuestra región: ¿estamos preparados para aplicar criterios similares de responsabilidad penal empresarial frente al incumplimiento ambiental? ¿Tenemos la capacidad institucional, técnica y judicial para ir más allá de la sanción administrativa y establecer consecuencias reales para quienes lucran afectando ecosistemas?
Más aún, ¿estamos listos para enfrentar los desafíos reputacionales y comerciales que traerán las nuevas directivas europeas sobre sostenibilidad y debida diligencia, que exigirán trazabilidad completa a toda empresa, latinoamericana o no, que opere directa o indirectamente con el mercado europeo?
El caso NMT Think Pink no es una historia más, es un espejo incómodo, nos recuerda que la sostenibilidad no se declama; se demuestra y que en esta nueva etapa de la gobernanza ambiental, los relatos sin sustento no solo serán cuestionados, sino eventualmente sancionados.
Como abogados, consultores, empresarios o servidores públicos, tenemos una responsabilidad compartida: asegurar que la sostenibilidad no se convierta en un cliché vacío, sino en un compromiso medible, y eso solo se logra con controles reales, evidencia técnica, ética profesional y voluntad política.
Porque si algo ha dejado claro este caso es que los tribunales están empezando a actuar donde el discurso ha fracasado.
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